Todo son caminos
Jóvenes poetas y prosistas me buscan o me escriben,
pidiéndome consejos y alterándome con su aleteo de pájaros jóvenes, aún presos
en los nidos. Me reconozco en esas voces ansiosas que creen en mi experiencia,
y vuelvo a respirar los días distantes en que buscaba, en la camaradería y
orientación de algunas figuras prestigiosas, el camino que en verdad sólo a mí
a solas competía descubrir, lejos de impertinencias, y que me ha conducido a
esta charanga que precede al polvo.
El camino de cada uno de nosotros es diferente, y aquél a
quien buscamos, conminándolo con la pregunta decisiva, sólo puede indicar su
propio camino. ¿Qué decir a esos jóvenes desconocidos y ardorosos que, en sus
versos enrevesados y en sus prosas todavía soñolientas, esconden el misterio de
vidas ávidas y esperanzas desmesuradas? Tal vez el mejor consejo sea éste: No
pregunten nada a nadie. Sean como el turista que, perdido en una gran ciudad,
acierta por azar, luego de incalculables idas y venidas el camino del hotel. Lo
que no encontramos solos, es indigno de nuestra búsqueda. Sean diferentes.
Hagan de la transgresión íntima un emblema personal, como esos colegiales
impenitentes que, despreciados y compadecidos por sus compañeros porque son los
últimos de la clase, guardan sin embargo en sus corazones un tesoro envidiable,
una riqueza que durará la vida entera, algo irrestituible como el rumor de la
lluvia caída en la infancia.
¿Qué consejos dar a los jóvenes poetas que, en el simple
hecho de buscarme y colmarme con el honor exagerado de ser el juez de sus
destinos, parecen reconocer en mí la evidencia de un camino resuelto y un
destino cumplido y, con sus aires matinales, se convierten en los emisarios de
mi atardecer?
“Ecartez tout systeme, écoutez votre vie profonde, vos
secrets” ("Rechaza todo sistema, presta atención a tu vida profunda, a tus secretos"), este consejo del Barrés glorioso al joven Mauriac principiante, y
en el cual vibra toda la sabiduría goethiana, es el más bello que una
inteligencia plena y madura puede dar a un aprendiz. Realmente, quien no presta
atención a su vida profunda y sus secretos, y se deja oprimir por teorías y
sistemas, nada es, artísticamente. La creación poética se inicia en la frontera
misteriosa donde las teorías terminan, y desarrolla una vez más la batalla sin
fin entre el hombre y el lenguaje, esa cosecha de amor e impostura, cólera e
insolencia, nostalgia y esplendor.
Que el joven poeta, que ahora me escribe, aprenda a
interrogarse a sí mismo, aprenda a errar hoy, para poder acertar mañana.
Llegará un día en que, aplicado a un consejo ahora oído, habrá de añorar los caminos
abandonados, como los viajeros acometidos por la nostalgia de los paisajes que
se hurtaron a su mirada curiosa. Cuando llegamos al centro de la vida, que es
el centro de nosotros mismos, y comenzamos a dudar de nuestras respuestas y a
fijar en nuestro trayecto una mirada reflexiva, los consejos recibidos sufren
una nueva apreciación. Entonces, responsabilizamos a los consejeros y maestros
de antiguamente de nuestros desaciertos y extravíos. Comprobamos que casi nunca
nos preciaban, limitándose a descender sobre nosotros una mirada
generalizadora, que escamoteaba nuestra singularidad personal, como un etnólogo
ante una tribu. Procuraban, esos guías solicitados, distribuir a diestro y
siniestro el mismo consejo, la misma verdad absoluta, medicina infalible y
triunfante presta a calmar todas las fiebres, como si no fuésemos cada uno
diferente de los demás.
En mi caso personal, he tenido la fortuna de ser, en mi
aparición, reconocido inmediatamente. Todavía, cuando una conveniencia
editorial o una interpelación crítica me obligan a revolver viejos y casi
pulverizados recortes de periódico, observo que muchos de los vítores no venían
desprovistos del empeño en evitar que yo trillase demasiado camino, y este era,
precisamente, el camino de mi singularidad, la vía en que mis pasos en certeros
habrían de hallar la confirmación de mi diversidad. Más de una mirada
experimentada y profesoral no veía con buen ojo la flor que yo traía en la
mano, prefería que ésta llegase vacía, o sosteniendo aquella rosa conocida de
todos, y por todos aspirada.
En la década de los 40, había una palabra tan habitual en la
boca de los críticos como la propia saliva: despojamiento. Los jóvenes poetas
eran conminados a despojarse. La ciudad de las letras amenazaba con no abrir
sus puertas a los que osasen entonar algún canto considerado excesivo. ¡Cuántos
pavos reales, entonces, no se doblegaron a esa imposición del terror literario,
autodesplumándose y mudándose en gallinas grotescas! ¡Cuántas fuentes no se
transformaron en grifos homeopáticos!
Presumo tener el derecho de proclamar que no me doblegué a
las advertencias y dictámenes de los folletines y suplementos literarios.
Continué siguiendo mi camino, aun en los años en que el simple hecho de surcar
ciertas rutas constituía una condenación al silencio, una incitación al
escarnio e incluso el levantarse, en el costado de mi navío, de cualquier ola
inmunda.
En la comedia de la vida, acostumbran a ser aplaudidos los
figurantes que se prestan a todos los papeles, a todo aceptan y animan,
envaneciéndose de dar asilo a todas las verdades y mentiras. A esas criaturas
porosas como el barro, creo preferir aquellos que resisten en sus dudas como la
piedra y el hierro. Esto significa que no entiendo que sea infinita mi
capacidad de aceptar y comprender, convivir y tolerar. En un mundo en que
palabras como diálogo y comprensión viven huidas en las comisuras de tantos
labios automáticos, no soy insensible a las virtudes de la incomprensión y de
ese calumniado monólogo que, dentro de nosotros, es nuestro diálogo íntimo de
hombre a hombre. (Y mentiría si no dijese, aquí, mi convicción de que hay
diálogos imposibles: entre el pobre y el rico, el flaco y el fuerte, el casto y
el libertino, el creyente y el ateo).
Así, en la antología de jóvenes poetas donde todos son
desoladoramente iguales, hasta en el plagio de la imagen descabellada, busco a
aquél que es desigual. En la hilera de los que todo aceptan y comprenden, busco
la mano dispuestas a levantar el estandarte de la incomprensión o de una nueva y
resplandeciente insolencia. En el rebaño de los ortodoxos, mi mirada se obstina
en localizar al heterodoxo indeseable. Sé que se esconde siempre, dentro del
universo de las rutinas y los aciertos, y que brilla como una estrella, la
transgresión que redime, luz de semáforo que, en la oscuridad, está el servicio
de la vida y de la esperanza del hombre.