miércoles, 10 de junio de 2020

A LOS QUE GRITAN


 A LOS QUE GRITAN

Cuando nos llegó el confinamiento y el mundo se paró, la abuela dijo: En mi pueblo había un vecino que tenía un burro. Le enseñó a no comer, y cuando el burro aprendió, el burro se murió.
Yo no la escuché, me lo contó Juan por la noche, mientras tomábamos un vino en el porche. Tampoco sé en qué contexto de la conversación surgió aquello, pero ella lo dijo y yo lo supe. Sus palabras quedaron en mí como un mantra. En mi pueblo había un vecino que tenía un burro. Le enseñó a no comer, y cuando el burro aprendió, el burro se murió.
Pienso en ellas al observar cuán lejos queda el discurso de los ciudadanos frente a sus gobernantes. Gobernantes que deciden levantar muros para proteger sus sedes de las manifestaciones, de las reivindicaciones que les dirigen aquellos a quienes se deben y que, más allá de desoírlas, las repelen con violencia, porque un muro es una forma de violencia.
La justicia social, independientemente de los ideales políticos que la refrendan o no, la justicia social como principio de convivencia humana, tiene que ver con la empatía, con la igualdad de oportunidades, con la lucha por la dignidad de todos, con la ruptura de sistemas sociales basados en el abuso de poder, con el respeto y cuidado del entorno en el que vivimos, con los mares y los plásticos, con el hielo antártico, con la identidad de género, con los niños y niñas que cosen nuestros vaqueros en India, con la educación que nos permite pensar, imaginar, investigar, crear… Con todo eso que nos es tan universal, entre otras muchas cosas.
Hartos de discursos y acciones que naturalizan el abuso sistemático como una parte consustancial e inevitable de los sistemas organizativos que rigen nuestras vidas como colectividad, el pueblo levanta su voz. La calle grita, pero ¿quién escucha?
Nosotros, los que gritamos, somos millones y millones de personas presas en un sistema que nos mide por nuestra productividad, esto es, por el aguante del lomo. Somos los burros de carga de este mundo, por así decirlo. Y por nuestra capacidad de gasto y endeudamiento, es decir, por ser los fieles feligreses del rey consumo. Así están las cosas. Y frente a esta inmensa mayoría, están los amos, los poderosos, el vecino que nos quiere enseñar a no comer y que refrenda su supremacía con privilegios basados en la desigualdad y el abuso, perpetuándolos de modo soberbio y violento para que jamás sean de otros más que suyos y de sus iguales. Unos ladran y otros silencian los ladridos.
Un gobernante que necesita levantar muros para evidenciar su despreocupación por las reivindicaciones del pueblo, ya dejó de escucharles mucho antes del levantamiento del muro. El muro siempre estuvo, ahora –sencillamente-, es visible para los que estamos al otro lado.
Sistemas represores dirigidos por seres codiciosos que ejercen su poder con violencia y sordera a partes iguales, y que parecen querer enseñarnos a no comer. Piensan: serán más baratos, más silenciosos, más temerosos y más sumisos. Lo piensan porque no conocen el hambre.
Los que gritamos, en cambio, sabemos del hambre y su daño. Sabemos que el que no come, muere, y también, que el que enseña a no comer, mata.