Arranca las flores favoritas del jardín y las esparce por doquier
para que agonicen pudriéndose.
Aborrezco este olor dulzón que trae la muerte de las flores.
Invade la ciudad,
aspirado y expirado en el aliento entrecortado de niños que juegan en sus calles,
de los viejos que pasean fatigados y del crecer -exultante-
de los árboles del paseo.
Hace veinticuatro primaveras que
dejé de respirar
para que esta ponzoña no manche mi
almay sin embargo, hace exactamente veinticuatro primaveras que me siento
mortalmente envenenada.
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