A LLORAR, A LA LLORERÍA
Me voy a construir una casa en un árbol
y no voy a bajar, os lo juro. Lo digo mientras me levanto
y recojo el plato de la mesa tras haber comido los cuatro juntos viendo un
telediario. Iván me mira, sonríe y responde, A llorar, a la llorería, mamá. Es una expresión que él usa cuando
alguno de nosotros se queja de algo. Nos hace mucha gracia y ahora la decimos
con frecuencia. A llorar, a la llorería.
Y tiene razón.
Desde que estalló la pandemia y meses después, cuando tras el
confinamiento comenzamos a ejercer la nueva normalidad (expresión que detesto),
siento que me devora una mezcla de impotencia, rabia y tristeza. Es obvio que
los sistemas que rigen nuestras sociedades están caducos, no funcionan y, es más,
atentan contra la vida. Esto no es algo nuevo, pero la vulnerabilidad a la que
nos ha expuesto la pandemia a nivel mundial, ha traído este debate al centro
del discurso social con más intensidad que nunca.
Vivimos bajo sistemas enfermos de codicia, jerarquizados en
función de privilegios absurdos que legitiman la desigualdad, nocivos para el
medio ambiente y que fomentan la precariedad laboral y el empobrecimiento.
Modelos que se edifican en base a la productividad de las personas y no en las
personas, la sostenibilidad del planeta, la igualdad o el reconocimiento a la
diversidad. Urge repensarnos y repensar estos modelos.
Miremos las ciudades, por ejemplo, donde las voces que
clamaban y claman por un urbanismo respetuoso con el medio ambiente y más inclusivo
a nivel social, se han desoído. Las viviendas dejaron de ser espacios de
convivencia para convertirse en lugares de tránsito tras nuestra jornada
productiva. Los problemas de movilidad causados por el crecimiento desmesurado
y desordenado de las ciudades, ha enfermado los principales núcleos urbanos de
Europa. ¿No les parece suficiente evidencia para justificar la urgente
necesidad de repensar los modelos actuales de ciudad, urbanismo, movilidad,
habitabilidad o servicios?
Lo mismo ocurre con el sistema educativo donde la
reivindicación de los propios docentes señala la inoperancia de modelos que sin
más ambición que la del rédito político, se suceden para desgracia de
estudiantes, madres, padres y docentes. Tampoco el sistema sanitario nos
servirá para dar respuesta a las emergencias que nos puedan llegar o al
incierto futuro post-Covid que nos acompañará durante mucho tiempo.
El consumo como eje de nuestro modelo económico ha degenerado
hasta el punto de que es entendido como una práctica de ocio o vinculada al
ocio. Desposeídos de una conciencia responsable como consumidores hemos agotado
los recursos energéticos con desmesura.
Y fruto de este agotamiento llegan las tensiones entre países y
economías por poseer las “despensas energéticas”. Y yo me pregunto, ¿quién
reparará tanto daño? Tanta sangre derramada para nada, porque los recursos se
agotarán o será demasiado costoso extraerlos si seguimos consumiendo a este
ritmo desenfrenado y absurdo.
La vida no es posible sin la Naturaleza. Desarrollar formas
económicas o de organización colectiva que atenten contra ella, es cavar
nuestra tumba; así de sencillo. Tenemos que pensar en modelos que pongan en el
centro a las personas, a todas las personas, que pongan en el centro de su
ocupación y preocupación a nuestra especie y al resto de las especies del
planeta. Debemos trabajar lo colectivo para que el bien común esté en el centro
de los nuevos modelos organizativos. Pero ¿cómo abordar ese cambio?
Primero, implementando en nuestra vida cotidiana prácticas de
consumo responsable, de uso comedido de los recursos energéticos, de hábitos
alimenticios saludables, de corresponsabilidad con el medio ambiente y con las
otras especies, de empatía social, de movilidad no contaminante… Parece complicado,
pero les puedo asegurar que es más complicado vivir desoyendo estas pautas.
En segundo lugar, generando movimientos sociales junto a
otras personas y colectivos que fuercen cambios en lo político o en lo
estructural.
Es el único modo de reconvertir una situación que nos matará
si no ponemos remedio. Y sí, pasa por ejercer cambios en nuestras prácticas
diarias y por provocar que los responsables de impulsarlas a niveles
estructurales, lo hagan. Así de claro. No pasa por postear un bosque ardiendo,
el cadáver de un niño en una playa o la agonía de un oso polar. No, a llorar, a
la llorería. Hay que actuar y hay que hacerlo hoy.