EL CACHORRO
No me pidas que me
quede. No te soporto. Te quiero, pero no te soporto. No puedo vivir contigo,
mamá. No puedo.
Lo dice serena, vencida, mirándome a los ojos con la poca
dignidad que nos queda a ambas tras escupirnos y arañarnos como bestias durante
días, semanas y meses. Lo dice así, y
vuelve a su faena: a meter –con un ritmo frenético- la ropa del armario, en la mochila. La coge
de uno u otro cajón, de las perchas; sin coherencia ni orden. Es la viva imagen
de la desesperación.
Se le han olvidado los
calcetines, pienso. No ha echado calcetines.
La sigo por la habitación mientras insisto en una letanía de
preguntas estúpidas que se encadenan mostrando impúdicas su absurdo: No lo entiendo, de verdad que no. ¿Es por mi
culpa? ¿Te vas a casa de los abuelos por mí culpa? No sé qué ha pasado para que
te pongas así, hija. ¿No podemos
hablarlo como seres civilizados? Dime al menos que esto no es algo irreparable.
El tiempo de las palabras claudicó abandonándonos cual
perros torpes y tristes.
Y sí, si lo entiendes, ¡claro que lo entiendes! Tú sabes en
qué momento exacto estallaron las cosas frágiles y bellas. Sabes cuándo
reventaron las mariposas de papel plateado, los tarros de mermelada que pintabais
juntas, las lamparitas minúsculas que imitaban el cielo estrellado en la
oscuridad del cuarto, para vivir en la casa del árbol, como Huck, el amigo de
Tom. Tú sabes en qué habitación comenzó el incendio porque hace meses que huele
a mierda. Huele a mierda porque ninguna de las dos se ha molestado en recoger
los cadáveres que quedaron, y se han podrido, y ahora todo apesta. Las
mariposas, los tarros, las lamparitas y la casa del árbol que nunca existió;
todo apesta a mierda. Y, sí, tú tienes parte de culpa. La mitad más o menos.
Ella baja las escaleras como alma que lleva el diablo, se despide
de su hermano en silencio y desaparece tras la puerta. Y ahora, ¿qué?
¿Qué toca hacer ahora?
¿Pedir perdón? ¿No ceder? ¿Aceptar que quizás no vuelvas a verla?
Si al menos recordara el porqué de todo este embrollo...
¿Por qué discutieron? ¿Cómo se llamaba la cerilla?
Era la cerilla “ordena de una vez tu
cuarto”, o “te tiro el móvil a la basura como no me contestes cuando te llamo”,
o era la de “recoge el baño ahora mismo”. ¿Qué
cerilla inventó esta tierra quemada? No lo recuerda.
Las ausencias son presencias que nos habitan. La de ella
estaba en todo. No solo en su cuarto (ordenado al fin a mi antojo, lucía ahora inerte
y lustroso como un espejo que revelara mi monstruosidad al pasar frente a él),
también en el jardín y la cocina. En la parada de autocar calle abajo o esperando
conmigo el turno en la pescadería. Estaba, y yo no sabía vivir con ella. No
podía hacerle un hueco en mi vida a su ausencia.
Mentiría si dijera que de modo consciente y razonado supe reconducir
aquella catástrofe. Hay algo irracional e instintivo que pone cordura en estas
guerras. No en otras, pero sí en estas. Luchas más allá de tu propio control
generando una cura que de ningún otro modo habrías logrado. Se amasa en ti algo
que no tiene que ver necesariamente con el perdón pero que sabe de él, con la
necesidad, con el horror de no poder vivir así, con la culpa y la nostalgia.
Florece la tierra quemada tras meses estéril. No aciertas
discernir qué lluvia despertó sus frutos pero ahí está, virginal de nuevo
aguarda expectante las embestidas y gozos venideros. Es otro paisaje: ya sin
mariposas de color plata, ni tarros de mermelada, ni estrellas de mentira, ni
casas en los árboles donde soñar a Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Tierra nueva
a la que deseas volver más que nada en este mundo porque vuelves con ella. Es
una relación condenada al amor: a quemar la tierra y convocar las lluvias, pero
en diecinueve años de práctica, no conozco ninguna con condena tan hermosa.