martes, 28 de junio de 2016

DEL DAÑO Y LA HERIDA


Todas las muñecas que he tenido
han sido torturadas por mi hermano.
Infante desairado por saberse no invitado
a nuestras tardes de princesas y té,
aliviaba su ira con las inertes doncellas. 

Trasquilaba sin destreza sus largas melenas.
Un enjambre de mechones y rizos
a los pies de El cruel,
como hojas secas del otoño precoz
que desterraba al olvido la candidez
de sus rostros infantiles.
Tiznaba de bolígrafo los blancos dientes,
punteaba con rotulador sus caras, sus cuerpos
para que tuvieran varicela,
para que nadie las volviera a amar;
para que envejecieran enfermas.
Circulaba de rojo sus incipientes pechos,
sus virginales sexos,
profecía de la vulnerabilidad
de sus femeninos cuerpos:
ahí les nace el dolor y el placer.
Ahí morará la bestia. 

Practicaba, como digo, éstas y otras fechorías mas
solo una rutina repetía con todas ellas,
signo inequívoco de su terca crueldad. 
 
Decapitaba a las exánimes doncellas e introducía en sus cuerpos
todo tipo de cachivaches: una canica,
algunos chicles masticados, el brazo de un madelman,
las cuatro ruedas de un coche roto; cualquier cosa que se le antojara
hasta rebosarles el cuello ya deformado
por la brutalidad de la ingesta.
 
Yo las vaciaba pacientemente,
con una aguja de molde de mamá.
Luego, ella, las frotaba con acetona
hasta borrarles las pintadas –que no las marcas-,
ésas quedaban como muestra indeleble
de las torturas soportadas.
Las perfumaba, las vestía y les atusaba el pelo. 

A la noche, las traía de vuelta a las estanterías
de mi cuarto
pero todas quedaban con la cabeza vencida:
ya nunca volvían a mirar al frente.
Recompuestas con ese gesto de indignidad y sumisión
que las condenaba de por vida
a mirar al suelo. 

Así descubrí que todo cuerpo violentado sana sus heridas
con amor y esmero,
salvo la más invisible a los ojos del mundo:
el recuerdo del daño
sobreviviendo soberbio
en el universo íntimo
de nuestra irreparable memoria.