A LOS QUE GRITAN
Cuando nos llegó el confinamiento y el mundo se paró, la
abuela dijo: En mi pueblo había un vecino
que tenía un burro. Le enseñó a no comer, y cuando el burro aprendió, el burro
se murió.
Yo no la escuché, me lo contó Juan por la noche, mientras
tomábamos un vino en el porche. Tampoco sé en qué contexto de la conversación
surgió aquello, pero ella lo dijo y yo lo supe. Sus palabras quedaron en mí como
un mantra. En mi pueblo había un vecino
que tenía un burro. Le enseñó a no comer, y cuando el burro aprendió, el burro
se murió.
Pienso en ellas al observar cuán lejos queda el discurso de
los ciudadanos frente a sus gobernantes. Gobernantes que deciden levantar muros
para proteger sus sedes de las manifestaciones, de las reivindicaciones que les
dirigen aquellos a quienes se deben y que, más allá de desoírlas, las repelen
con violencia, porque un muro es una forma de violencia.
La justicia social, independientemente de los ideales políticos
que la refrendan o no, la justicia social como principio de convivencia humana,
tiene que ver con la empatía, con la igualdad de oportunidades, con la lucha
por la dignidad de todos, con la ruptura de sistemas sociales basados en el
abuso de poder, con el respeto y cuidado del entorno en el que vivimos, con los
mares y los plásticos, con el hielo antártico, con la identidad de género, con
los niños y niñas que cosen nuestros vaqueros en India, con la educación que
nos permite pensar, imaginar, investigar, crear… Con todo eso que nos es tan universal,
entre otras muchas cosas.
Hartos de discursos y acciones que naturalizan el abuso
sistemático como una parte consustancial e inevitable de los sistemas
organizativos que rigen nuestras vidas como colectividad, el pueblo levanta su
voz. La calle grita, pero ¿quién escucha?
Nosotros, los que gritamos, somos millones y millones de
personas presas en un sistema que nos mide por nuestra productividad, esto es, por
el aguante del lomo. Somos los burros de
carga de este mundo, por así decirlo. Y por nuestra capacidad de gasto y
endeudamiento, es decir, por ser los fieles
feligreses del rey consumo. Así
están las cosas. Y frente a esta inmensa mayoría, están los amos, los
poderosos, el vecino que nos quiere
enseñar a no comer y que refrenda su supremacía con privilegios basados en
la desigualdad y el abuso, perpetuándolos de modo soberbio y violento para que
jamás sean de otros más que suyos y de sus iguales. Unos ladran y otros
silencian los ladridos.
Un gobernante que necesita levantar muros para evidenciar su
despreocupación por las reivindicaciones del pueblo, ya dejó de escucharles
mucho antes del levantamiento del muro. El muro siempre estuvo, ahora –sencillamente-,
es visible para los que estamos al otro lado.
Sistemas represores dirigidos por seres codiciosos que
ejercen su poder con violencia y sordera a partes iguales, y que parecen querer enseñarnos a no comer. Piensan:
serán más baratos, más silenciosos, más temerosos y más sumisos. Lo piensan
porque no conocen el hambre.
Los que gritamos, en cambio, sabemos del hambre y su daño. Sabemos
que el que no come, muere, y también, que el que enseña a no comer, mata.