viernes, 3 de julio de 2020

A LLORAR, A LA LLORERÍA.


A LLORAR, A LA LLORERÍA

Me voy a construir una casa en un árbol y no voy a bajar, os lo juro. Lo digo mientras me levanto y recojo el plato de la mesa tras haber comido los cuatro juntos viendo un telediario. Iván me mira, sonríe y responde, A llorar, a la llorería, mamá. Es una expresión que él usa cuando alguno de nosotros se queja de algo. Nos hace mucha gracia y ahora la decimos con frecuencia. A llorar, a la llorería. 
Y tiene razón.
Desde que estalló la pandemia y meses después, cuando tras el confinamiento comenzamos a ejercer la nueva normalidad (expresión que detesto), siento que me devora una mezcla de impotencia, rabia y tristeza. Es obvio que los sistemas que rigen nuestras sociedades están caducos, no funcionan y, es más, atentan contra la vida. Esto no es algo nuevo, pero la vulnerabilidad a la que nos ha expuesto la pandemia a nivel mundial, ha traído este debate al centro del discurso social con más intensidad que nunca.
Vivimos bajo sistemas enfermos de codicia, jerarquizados en función de privilegios absurdos que legitiman la desigualdad, nocivos para el medio ambiente y que fomentan la precariedad laboral y el empobrecimiento. Modelos que se edifican en base a la productividad de las personas y no en las personas, la sostenibilidad del planeta, la igualdad o el reconocimiento a la diversidad. Urge repensarnos y repensar estos modelos.
Miremos las ciudades, por ejemplo, donde las voces que clamaban y claman por un urbanismo respetuoso con el medio ambiente y más inclusivo a nivel social, se han desoído. Las viviendas dejaron de ser espacios de convivencia para convertirse en lugares de tránsito tras nuestra jornada productiva. Los problemas de movilidad causados por el crecimiento desmesurado y desordenado de las ciudades, ha enfermado los principales núcleos urbanos de Europa. ¿No les parece suficiente evidencia para justificar la urgente necesidad de repensar los modelos actuales de ciudad, urbanismo, movilidad, habitabilidad o servicios?
Lo mismo ocurre con el sistema educativo donde la reivindicación de los propios docentes señala la inoperancia de modelos que sin más ambición que la del rédito político, se suceden para desgracia de estudiantes, madres, padres y docentes. Tampoco el sistema sanitario nos servirá para dar respuesta a las emergencias que nos puedan llegar o al incierto futuro post-Covid que nos acompañará durante mucho tiempo.
El consumo como eje de nuestro modelo económico ha degenerado hasta el punto de que es entendido como una práctica de ocio o vinculada al ocio. Desposeídos de una conciencia responsable como consumidores hemos agotado los recursos energéticos con desmesura.  Y fruto de este agotamiento llegan las tensiones entre países y economías por poseer las “despensas energéticas”. Y yo me pregunto, ¿quién reparará tanto daño? Tanta sangre derramada para nada, porque los recursos se agotarán o será demasiado costoso extraerlos si seguimos consumiendo a este ritmo desenfrenado y absurdo.
La vida no es posible sin la Naturaleza. Desarrollar formas económicas o de organización colectiva que atenten contra ella, es cavar nuestra tumba; así de sencillo. Tenemos que pensar en modelos que pongan en el centro a las personas, a todas las personas, que pongan en el centro de su ocupación y preocupación a nuestra especie y al resto de las especies del planeta. Debemos trabajar lo colectivo para que el bien común esté en el centro de los nuevos modelos organizativos. Pero ¿cómo abordar ese cambio?
Primero, implementando en nuestra vida cotidiana prácticas de consumo responsable, de uso comedido de los recursos energéticos, de hábitos alimenticios saludables, de corresponsabilidad con el medio ambiente y con las otras especies, de empatía social, de movilidad no contaminante… Parece complicado, pero les puedo asegurar que es más complicado vivir desoyendo estas pautas.
En segundo lugar, generando movimientos sociales junto a otras personas y colectivos que fuercen cambios en lo político o en lo estructural.
Es el único modo de reconvertir una situación que nos matará si no ponemos remedio. Y sí, pasa por ejercer cambios en nuestras prácticas diarias y por provocar que los responsables de impulsarlas a niveles estructurales, lo hagan. Así de claro. No pasa por postear un bosque ardiendo, el cadáver de un niño en una playa o la agonía de un oso polar. No, a llorar, a la llorería. Hay que actuar y hay que hacerlo hoy.