domingo, 3 de mayo de 2015

EL CACHORRO. PERIÓDICO "LA VERDAD" MURCIA.





EL CACHORRO
No me pidas que me quede. No te soporto. Te quiero, pero no te soporto. No puedo vivir contigo, mamá. No puedo.
Lo dice serena, vencida, mirándome a los ojos con la poca dignidad que nos queda a ambas tras escupirnos y arañarnos como bestias durante días, semanas y meses.  Lo dice así, y vuelve a su faena: a meter –con un ritmo frenético-  la ropa del armario, en la mochila. La coge de uno u otro cajón, de las perchas; sin coherencia ni orden. Es la viva imagen de la desesperación.
Se le han olvidado los calcetines, pienso. No ha echado calcetines.
La sigo por la habitación mientras insisto en una letanía de preguntas estúpidas que se encadenan mostrando impúdicas su absurdo: No lo entiendo, de verdad que no. ¿Es por mi culpa? ¿Te vas a casa de los abuelos por mí culpa? No sé qué ha pasado para que te pongas así, hija.  ¿No podemos hablarlo como seres civilizados? Dime al menos que esto no es algo irreparable.
El tiempo de las palabras claudicó abandonándonos cual perros torpes y tristes.
Y sí, si lo entiendes, ¡claro que lo entiendes! Tú sabes en qué momento exacto estallaron las cosas frágiles y bellas. Sabes cuándo reventaron las mariposas de papel plateado, los tarros de mermelada que pintabais juntas, las lamparitas minúsculas que imitaban el cielo estrellado en la oscuridad del cuarto, para vivir en la casa del árbol, como Huck, el amigo de Tom. Tú sabes en qué habitación comenzó el incendio porque hace meses que huele a mierda. Huele a mierda porque ninguna de las dos se ha molestado en recoger los cadáveres que quedaron, y se han podrido, y ahora todo apesta. Las mariposas, los tarros, las lamparitas y la casa del árbol que nunca existió; todo apesta a mierda. Y, sí, tú tienes parte de culpa. La mitad más o menos.
Ella baja las escaleras como alma que lleva el diablo, se despide de su hermano en silencio y desaparece tras la puerta. Y ahora, ¿qué?
¿Qué toca hacer ahora? ¿Pedir perdón? ¿No ceder? ¿Aceptar que quizás no vuelvas a verla?
Si al menos recordara el porqué de todo este embrollo... ¿Por qué discutieron? ¿Cómo se llamaba la cerilla? Era la cerilla “ordena de una vez tu cuarto”, o “te tiro el móvil a la basura como no me contestes cuando te llamo”, o era la de “recoge el baño ahora mismo”. ¿Qué cerilla inventó esta tierra quemada? No lo recuerda.
Las ausencias son presencias que nos habitan. La de ella estaba en todo. No solo en su cuarto (ordenado al fin a mi antojo, lucía ahora inerte y lustroso como un espejo que revelara mi monstruosidad al pasar frente a él), también en el jardín y la cocina. En la parada de autocar calle abajo o esperando conmigo el turno en la pescadería. Estaba, y yo no sabía vivir con ella. No podía hacerle un hueco en mi vida a su ausencia.
Mentiría si dijera que de modo consciente y razonado supe reconducir aquella catástrofe. Hay algo irracional e instintivo que pone cordura en estas guerras. No en otras, pero sí en estas. Luchas más allá de tu propio control generando una cura que de ningún otro modo habrías logrado. Se amasa en ti algo que no tiene que ver necesariamente con el perdón pero que sabe de él, con la necesidad, con el horror de no poder vivir así, con la culpa y la nostalgia.
Florece la tierra quemada tras meses estéril. No aciertas discernir qué lluvia despertó sus frutos pero ahí está, virginal de nuevo aguarda expectante las embestidas y gozos venideros. Es otro paisaje: ya sin mariposas de color plata, ni tarros de mermelada, ni estrellas de mentira, ni casas en los árboles donde soñar a Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Tierra nueva a la que deseas volver más que nada en este mundo porque vuelves con ella. Es una relación condenada al amor: a quemar la tierra y convocar las lluvias, pero en diecinueve años de práctica, no conozco ninguna con condena tan hermosa.